La velocidad de los acontecimientos nos está desbordando. En el hipertecnológico mundo contemporáneo, parece que todos somos esclavos de su ritmo desenfrenado.
Una de las imágenes icónicas del cine es la de Harold Lloyd colgado de un reloj en El hombre mosca, de 1923. Décadas más tarde Orson Welles da un paso más allá y el malvado de El extraño, al que interpreta él mismo, acaba ensartado por la espada de una de las figuras del reloj que corona la iglesia de un pequeño pueblo. Si seguimos jugando con películas, tendremos un repertorio completo de los variados aspectos del tiempo: en Tiempos modernos Chaplin satiriza la organización del trabajo orquestada cronómetro en mano; cualquier thriller trepidante se basa en la lucha contra el tiempo que corre en contra y se agota; películas que adoraban los surrealistas como Portrait of Jennie o Sueño de amor eterno abordan su dimensión metafísica, El año pasado en Marienbad y Atrapado en el tiempoindagan con imaginación en sus paradojas, Regreso al futuro plantea el viaje temporal y obras de ciencia ficción moderna como Interestelar juegan con su relación con la física cuántica. Y es que ya lo dijo san Agustín en una anotación celebérrima: “¿Qué es, pues, el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé”.
Ahora coinciden en las librerías varios libros que abordan estas diversas caras del tiempo. La primera, la más inmediata, es la que nos afecta en la vida diaria, con la generalizada percepción de que en el mundo contemporáneo el tiempo se ha acelerado, que aquella velocidad que celebraban en los albores del siglo XX los futuristas ha acabado desbordándonos en las sociedades capitalistas avanzadas. A este tema dedica su ensayo Esclavos del tiempo (el título original inglés es menos contundente, Pressed for time), la australiana Judy Wajcman, catedrática de la London School of Economics.
“¿Qué es el tiempo? Sé bien lo que es, si no se me pregunta. Pero cuando quiero explicarlo, no lo sé”
Centrándose en el mundo digital, plantea un acercamiento sociológico partiendo de una premisa: la percepción que tenemos de que los cada vez más presentes artilugios tecnológicos producen una aceleración de los ritmos de trabajo y por lo tanto una creciente sensación de estrés. Es decir, que esos artefactos concebidos para permitirnos agilizar tareas y ganar tiempo libre al final acaban dominando nuestras vidas, amplían el horario laboral a las 24 horas del día y multiplican la presión al facilitar la inmediatez de la transmisión de información. Las conclusiones de la autora, fruto de observaciones y encuestas, tienden a desmentir esta idea. La tesis de Wacjman es que las tecnologías en sí mismas no son ni la panacea ni el demonio, que la clave está en el uso que se haga de ellas, y que la percepción de la aceleración del tiempo es subjetiva y difiere según los grupos sociales.
También el mexicano Luciano Concheiro centra en la sociedad capitalista actual su ensayo Contra el tiempo , de corte más utópico, en el que parte de la percepción de que la velocidad domina nuestras vidas. Aborda el tema en tres grandes áreas: el capitalismo obsesionado por el beneficio; la política marcada por el cortoplacismo y las sociedades que generan individuos estresados y ansiosos. El resultado es un mundo acelerado, sin dirección ni finalidad, en el que es imposible hilvanar un relato coherente que nos ayude a vivir equilibradamente. La celeridad despoja de sentido a la existencia. Como respuesta propone una Filosofía Práctica del Instante, una filosofía de vida que se basa en la espontaneidad, la intuición y la creatividad.
La creatividad, literaria y sobre todo plástica, como modo de abordar la vivencia del tiempo en el presente es el tema central de Cronografías de la argentina Graciela Speranza, que analiza las obras de artistas que miran de un modo crítico lo que ella denomina “el tiempo sin tiempo”, un presente continuo que olvida el pasado y es incapaz de pensar el futuro.
La vertiente más filosófica la desarrollan Manuel Cruz y Rüdiger Safranski en sus respectivos libros. El primero, en Ser sin tiempo, parte de la vivencia cotidiana del tiempo en la sociedad actual para explorar la mutación de la experiencia de la temporalidad en un mundo, el nuestro, que ha perdido la vivencia de la duración y la demora, sustituidas por una permanente sucesión de intensidades puntuales.
Por su parte, Safranski –biógrafo de Goethe, Schiller, Schopenhauer, Nietzsche y Heidegger y autor de un magnífico ensayo sobre el romanticismo alemán– nos regala un libro con vocación de cuaderno de bitácora para aprender a vivir más sabiamente en relación con el tiempo. Aborda el tema en diversas facetas, en un recorrido que va del aburrimiento –con ayuda de Kierkegaard y Esperando a Godot de Beckett– hasta la finitud, la eternidad y la relación del individuo con la muerte. Por medio, el tiempo que permite dejar atrás el pasado –“el tiempo alado del comienzo”– y en el que el yo empieza a ser otro; el tiempo socializado, explotado y comercializado; el tiempo y la memoria...
De carácter muy distinto es Cronometrados . Su autor, Simon Garfield, que ha escrito amenos textos divulgativos sobre la tipografía, los mapas y la correspondencia, se centra ahora en la obsesión del hombre por medir y controlar el tiempo, pero su habilidoso uso de las anécdotas aquí se desborda por exceso y el texto acaba siendo algo disperso, aunque contiene informaciones muy interesantes. Me permito tomar la cita con la que arranca para concluir este artículo. Es de Alicia en el país de las maravillas. Pregunta Alicia: “¿Cuánto dura la eternidad?” y el conejo blanco le responde: “A veces, sólo un segundo”.
Relojes y suizos
Los primeros relojes individuales portátiles -que se llevaban en el bolsillo colgados de una cadena- aparecen en 1510 en Alemania, Países, Bajos, Francia e Italia. Unas décadas más tarde Ginebra se convierte en el más importante centro de producción de estos aparatos, gracias a su elevado número de orfebres, capaces de trabajar con la mecánica en miniatura de esos artilugios. Al principio solo dan la hora. La manecilla de los minutos la inventa el inglés Daniel Quare en 1670. En el siglo XIX el adelgazamiento del grosor del mecanismo permite empezar a llevarlos en la muñeca con un brazalete, algo especialmente útil para montar a caballo. Los suizos han asentado su prestigio y en 1870 en su industria relojera ya trabajan 34.000 personas. Pero hay que desmentir el dato que da Orson Welles en el famoso monólogo de El tercer hombre: no fueron los suizos los que inventaron el reloj de cucú, sino los alemanes.
Trenes y horarios
Inglaterra, década de 1830. El ferrocarril a vapor se extiende por el país y surge un problema: el reloj de cada estación va a su aire. Ante la imposibilidad cumplir con la puntualidad británica, se da la orden de unificar la hora con la de Londres, no sin indignadas protestas y rebeldías locales. En Estados Unidos el asunto es más peliagudo, debido a las zonas horarias. A mediados del XIX hay en el país 49 horas distintas y las indicaciones que se dan a jefes de estación y maquinistas son de una complejidad tal que los textos parecen sacados de una película de los hermanos Marx. El problema es serio porque, como los trenes circulan por vía única, el lío horario provoca accidentes. En la década de 1880 varias instituciones astronómicas supervisadas por el Observatorio Naval de la Marina controlan los horarios. La expansión del ferrocarril pone orden al tiempo: por fin, en 1883 se decide reducir las 49 zonas horarias a cuatro, lo cual provoca algunas airadas muestras de indignación; El Indianapolis Centennial sentencia: “El sol ya no manda... Se le ordenará que salga y que se ponga a la hora del tren.”
Cronómetros y productividad
El primer adalid de la optimización de la productividad en el trabajo a través del control del tiempo fue el ingeniero y economista norteamericano Frederick Winslow Taylor. Entre finales del XIX y principios del XX estudió el tema cronómetro en mano, empeñado en luchar contra “el instinto y tendencia natural del ser humano al mínimo esfuerzo”. Su apellido dio pie a un concepto, el taylorismo, que sentó las bases para la creación de las primeras cadenas de montaje y fue parodiado por Chaplin en Tiempos modernos.
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